Las políticas anti-crisis actuales son el reflejo de una
macroeconomía masoquista. Según el concepto acunado recientemente por el
economista Wren-Lewis, toda la lírica de nuestros dirigentes —sacada
del mismo léxico de los recortes— no deja lugar a dudas. Ya sea Cameron
en Reino Unido o el Rey en España, el “espíritu de sacrificio” tiene que
dominar el tiempo y debate político-social. Por su parte, Monti y Sáenz
de Santamaría hablan del “dolor” necesario para “crear la Italia del
futuro” o “salvar el país”. Mientras tanto, la ministra italiana del
Trabajo, cuya voz se entrecortaba de lloros al anunciar el plan de
ajuste, se encarga de simbolizar la culpa nacional a través de una
catarsis colectiva mediática.
Asimismo, de norte a sur, de este a oeste de Europa, la única
solución es la austeridad asentada en la socialización de un sentimiento
central: la purga de los pecados. La austeridad se convierte poco a
poco en una enfermedad patológica colectiva de quien goza verse
humillado o se complace en sentirse maltratado. Para los pecadores de
los tiempos (insostenibles) de bonanza y de la burbuja inmobiliaria, hoy
toca la redención y la flagelación patrióticas a golpe de
desmantelamiento generalizado del Estado de bienestar, de subida del
IVA, de reducción de las prestaciones por desempleo, de diabolización de
lo público, de reducción del número de concejales (y aumento del
bipartidismo), del aumento de la jornada laboral y de la edad de
jubilación, etc. Estas políticas anti-crisis masoquistas, sean
conservadoras o social-demócratas, son una verdadera perversión
intrínseca de las economías del crecimiento, su cara más oscura. No hay
cosa peor para ellas que el decrecimiento económico, es decir una
recesión, y lo que conlleva de personas paradas, pobres, marginadas,
desesperadas… Al mismo tiempo, tampoco habría nada peor para la Tierra
que una vuelta a la rueda del crecimiento, verdadero abismo abierto
hacia el colapso ecológico y la fustigación de las generaciones futuras.
Sin embargo, no se trata solo de masoquismo: hay también parte de
sadismo. Lo denota por ejemplo la reacción de la diputada Andrea Fabra,
cuando escuchaba a Rajoy explicar los recortes a la prestación de
desempleo, con el ya mítico y tan elegante “que se jodan” (las y los
parados). Al fin y al cabo, vulgariza y verbaliza en alto la teoría
neoliberal: las personas desempleadas son unas vagas (así que mejor
cortarles sus subsidios) y los trabajadores pobres ocupan el eslabón que
ocupan por falta de méritos propios (no es Botín quien quiera). Es la
ley del más fuerte donde los dueños del capitalismo exhiben sin
vergüenzas ni pudor su poderío institucional y económico, pisando y
denigrando la gente común. Además, existe otra dimensión que va más allá
de las enseñanzas del marqués de Sade: en una crisis, no todos salen
perdiendo. Al revés, unos salen ganando. Ya sea con la amnistía fiscal,
considerada como inmoral e ineficaz económicamente por la muy poca
rebelde Comisión europea, o la amnistía al ladrillazo, que regulariza la
vulneración constante de la Ley de costa desde hace décadas, los
“olvidos legales de delito” se convierten en un estratagema para poner
la crisis al servicio de los más poderosos, de los defraudadores y del
dinero sucio.
A quién no le guste esta huida adelante hacia más vejaciones, baja
estima y culpabilización extrema, he aquí otro concepto: la
microeconomía de la felicidad. Suelo escribir, tras los pasos de Tim
Jackson, que la prosperidad no es otra cosa que ser felices dentro de
los límites ecológicos del planeta. Cuán feliz fui —valga la
redundancia— cuando tuve el placer de escuchar el discurso que Mujica,
el presidente uruguayo, realizó en Río+20 donde recordaba ante la crême
de la crême internacional que “venimos al planeta para ser felices”.
Para serlo y cambiar el mundo al mismo tiempo, no hay que esperar a que
en el próximo consejo de ministros español o la próxima cumbre europea
nos vengan a salvar con su látigo anti-crisis. Desde lo local, tenemos
entre manos los ingredientes para a la vez resistir a los azotes y
practicar la revolución de los pequeños y grandes pasos.
Allí mismo, abajo de nuestra casa, nuestro poder-hacer es enorme y
placentero, y altamente rebelde y resistente. Somos capaces de vivir sin
intermediarios para cultivar y comprar productos de calidad y
ecológicos, somos capaces de relocalizar la economía sin el euro, somos
capaces de trabajar menos y mejor sin la losa cultural del pleno empleo,
somos capaces de producir y consumir localmente energía limpia y
finanzas éticas sin multinacionales, somos capaces de recuperar sin
decreto-ley el sentido de la solidaridad, de la ayuda mutua y de la
comunidad… En definitiva, sin tanta flagelación impuesta y autoasumida,
somos capaces de atenuar los efectos de la crisis e iniciar una
transición social y ecológica desde la fraternidad y el disfrute. Por
supuesto, seremos capaces de terminar con la macroeconomía masoquista si
a nivel regional y global tejemos redes, cooperamos y cristalizamos
nuestros éxitos en los diferentes niveles institucionales las millones
de personas y colectivos que sembramos las semillas de un sistema
alternativo, plural y enfocado a vivir bien y feliz con menos.
No digo que la
resistencia y la revolución estén exentas de lágrimas, pero estoy seguro que si queremos otros
mundos posibles parte de ellas pueden y deberían ser también lágrimas de
alegría.
1 comentario:
y yo que creo que no hay que estar muy ducho con toda la trama de mentiras y tecnicismos que esta gente pone el la mesa...
Publicar un comentario